sábado, 2 de julio de 2011

La Feria (Sofia Bino)


       Abajo, a la izquierda del cuadro, me encuentro yo. Aquel fue un día inolvidable. Los faroles iluminaban la extensa planicie sobre la cual se extendía  la peculiar feria. Una llamativa agrupación de tiendas coloridas y estructuras mecánicas, con el único propósito de entretener. Al llegar a la entrada, mi abuelo recibió los dos preciados boletos a cambio de unas escasas monedas. La desvencijada reja que nos separaba de aquel místico mundo de entretenimiento se abrió súbitamente. Al entrar, mis ojos no podían dar crédito a las fantásticas  instalaciones. Mi joven mente se esforzaba por comprender aquel   extraño entorno de vistosos colores. Mi nutrida imaginación otorgaba vida a los dragones pintados en las telas y magnificaba  aún más la extensión de la imponente montaña rusa. A mi infantil entender, aquella fila de vagones acariciaba las nubes.
       Comencé entonces a recorrer las tiendas en busca de nuevas y gratas sorpresas. De pronto, oculto entre cartelones, divisé  a un hombre tatuado de pies a cabeza. Vestía unas bermudas y sostenía un cuaderno en sus manos. Las arrugas de su rostro apenas se ocultaban bajo las artísticas ilustraciones. Mi abuelo, agotado por la incesante caminata, se sentó en un banco cercano. Su desgastado sombrero le servía a la vez para abanicarse. Como era de esperarse, mi infantil y frenética  versión, continuó recorriendo las tiendas. Fue así como me encontré con un grupo de payasos. Estos realizaban increíbles piruetas acrobáticas y reían a carcajadas de sus propios trucos. Al finalizar el acto, su entusiasmo y creatividad fueron recompensados con un merecido aplauso.
Finalmente, repuesto de su cansancio, mi abuelo me indicó que era tiempo de marcharnos. Una vez atravesada la entrada de la feria, regresamos al mundo real, dejando atrás una tierra misteriosa de naturaleza surrealista. 

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